Cuando llega la noche y justo antes de que te duermas, es cuando el cuerpo descansa y tu mente vuela. Es cuando te das cuenta de que hay heridas que ya no duelen tanto, negativas que te han devuelto la tranquilidad, y renuncias que han terminado siendo de lo más acertadas. También es momento de reconocerte, que has aguantado mucho más de lo que te creías capaz en un principio. Y de que, a menudo, los muros que construyes para evitar el dolor, terminan por evitar que te llegue la felicidad.
Te das cuenta también de que de aquello por lo que tanto te preocupabas, en el 95% de ocasiones, puedes quitarlo de tu lista de pendientes. Que puedes olvidarte, pasar página, y que no va a pasar absolutamente nada. Que la mayoría de tus miedos no son tan grandes como piensas, que las quejas lo único que hacen es robarte tiempo y fuerzas y que, aunque haya cosas que no han salido bien, es un alivio cuando no te quedas con ninguna duda en mente. Que es cierto que vas a perder más veces de las que ganas y que, precisamente por eso, no deberías dejar de celebrar ni una sola victoria, por pequeña que sea.
Aprendes, también, a darte cuenta de cuán importante es respirar. Frenar en seco cuando lo necesites y coger todo el aire que puedas. Huir cuando sientas que ardes para no permitir entrar en combustión espontánea, a dar media vuelta en cuanto sepas que no es tu camino y dejar de hacer lo que estés haciendo cuando notes que estás llegando a tus líneas más rojas. Y, sobre todo, recordarte que hay ciertos límites que no debes cruzar nunca.
Nadie mejor que tú para decidir lo que es paja y lo que es semilla. Lo que es verdaderamente importante hoy, y lo será también mañana. Lo que te da suficientes motivos, suficientes alegrías y las fuerzas necesarias hasta en los días tontos. Lo que te hace sentir bien. Lo que hace sentir en paz. Lo que puedes soltar sin ningún tipo de miedo y lo que, sin ningún tipo de duda, necesitas en tu vida. Los sueños por los que vale la pena intentarlo, una y otra vez. Las risas que quieres volver a sentir y escuchar. Las personas sin las cuales, nada sería igual. Y recordarte que nadie mejor que tú para luchar por tu propia felicidad, para hacer que las cosas pasen y para decidir cuán alto quieres volar. Para tener bien presente que, la mayoría de veces, todo lo que necesitas es tiempo. Para pensar con toda la calma que puedas, para decidir si entras o si sales, para contestar a esas dudas que no te quitas de la cabeza. Tiempo para que las cosas vuelvan a su sitio, para que ciertas ausencias dejen de doler, para entender lo que, hasta ahora, no había manera de entender. Tiempo para que olvides el temblor de rodillas y te centres en hacer lo que puedes con lo que hoy tienes.
Justo antes de dormir es el momento perfecto para recordar que hasta el más insignificante detalle suma y que, a menudo, es mejor dejar de pensar tanto y pasar a la acción cuanto antes. Porque los buenos momentos se cuelan cuando menos los esperas. Y cuando más falta te hacen. Cuando aprendes a exigir menos y a disfrutar más. Cuando rebajas tus expectativas, te dejas de tantos peros y sigues adelante, pese a que tus planes se tuerzan una y otra vez. Cuando recuerdas que el sol siempre encuentra la manera de salir cada día entre las nubes. Y que, incluso, sale después de la peor de las tormentas y es justo cuando brilla con más fuerza. Los buenos momentos llegan, casi siempre, para recordarte que la esperanza no es que deba ser lo último que pierdes, sino que no debes perderla jamás.