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  • Última modificación de la entrada:06/03/2025

 

 

En el corazón de un bullicioso mercado, donde los aromas de especias exóticas se entrelazaban con el murmullo de los compradores y vendedores, se encontraba un anciano llamado Elías. Su puesto, un laberinto de objetos antiguos y curiosidades, era un tesoro para los buscadores de rarezas. Pero Elías no era solo un vendedor; era un narrador de historias, un tejedor de palabras que daba vida a los objetos que lo rodeaban.

Una tarde, una joven llamada Anais se detuvo en su puesto. Sus ojos, curiosos y brillantes, se posaron en un pequeño cofre de madera, adornado con intrincados grabados.

— ¿Qué hay ahí? —preguntó Anais, resonó con curiosidad.

Elías sonrió, sus ojos arrugados brillando con el recuerdo de un cuento.

— Este cofre —comenzó, su voz un susurro suave como el viento— perteneció a un hombre que guardaba en él no monedas ni joyas, sino palabras.

Anais frunció el ceño, intrigada.

— ¿Palabras? ¿Qué clase de palabras?

— Palabras no dichas —respondió Elías, su mirada fija en el cofre—. Palabras de amor, de arrepentimiento, de esperanza. Palabras que nunca salieron de su corazón y que, con el tiempo, se volvieron más pesadas que el oro, más valiosas que cualquier gema.

Elías hizo una pausa, dejando que sus palabras resonaran en el aire.

— Este hombre —continuó— creía que las palabras no dichas tenían un peso, una fuerza que podía influir en el mundo. Pensaba que cada palabra que no pronunciamos se convertía en una carga, un lastre que llevamos con nosotros a lo largo de la vida.

Anais se sintió intrigada por la historia.

— ¿Y qué pasó con él? —preguntó.

— El hombre vivió una vida larga y solitaria —dijo Elías—. Las palabras no dichas se acumularon en su interior, volviéndose más pesadas con cada año que pasaba. Al final, el peso de sus silencios lo abrumó, y murió con el corazón lleno de palabras que nunca nadie escuchó.

Anais se quedó en silencio, reflexionando sobre la historia.

— ¿Y el cofre? —preguntó finalmente—. ¿Qué pasó con él?

— El cofre fue heredado por su hijo —dijo Elías—. Un hombre que, a diferencia de su padre, no tenía miedo de hablar. Abrió el cofre y descubrió las palabras no dichas. Al leerlas, sintió el peso de los silencios de su padre, pero también comprendió el valor de cada palabra, la importancia de expresar lo que sentimos, de compartir nuestros pensamientos y emociones.

Elías sonrió a Anais.

— Este cofre —dijo— es un recordatorio de que las palabras no dichas tienen un peso, un poder que puede afectarnos profundamente. Pero también nos enseña que las palabras, cuando se pronuncian, pueden liberar, pueden sanar, pueden construir puentes entre las personas.

Anais tomó el cofre en sus manos, sintiendo el peso de las palabras no dichas que contenía.

— Gracias, Elías —dijo—. Me llevaré este cofre conmigo.

— Que te recuerde el valor de las palabras —dijo Elías—. Y que te inspire a hablar, a expresar lo que sientes, a compartir tu corazón con el mundo.

Anais asintió, sus ojos llenos de comprensión.

— Así lo haré —dijo—. Gracias de nuevo.

Anais salió del puesto de Elías, el cofre de madera en sus manos. Mientras caminaba por el mercado, reflexionó sobre la historia que acababa de escuchar. Comprendió que las palabras no dichas son como semillas que nunca germinan, oportunidades perdidas de conectar con los demás, de expresar nuestro amor, nuestro agradecimiento, nuestro arrepentimiento.

A partir de ese día, Anais decidió no guardar silencio. Aprendió a expresar sus sentimientos, a compartir sus pensamientos, a decir «te amo», «lo siento», «gracias». Descubrió que cada palabra pronunciada, cada emoción compartida, aligeraba su corazón y fortalecía sus relaciones.

Y así, Anais vivió una vida plena y feliz, libre del peso de las palabras no dichas.

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Rovica.

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